Relato «Todos los mares son…»

Esteban y María
Mi abuela María ha sido, como se suele decir, una mujer de las de toda la vida. Una vida colmada de lucha, de esfuerzo y de recuerdos, porque desde que era una niña supo lo que era quedarse sin padre. Una vida como la de muchas otras personas. ¿Y qué es la vida si no lucha? Una mujer que ha dedicado todos sus años –incluso cuando ya su memoria sólo son recuerdos- a cuidar de su familia y a trabajar sin descanso. Se quejó siempre, llena de dolores, de su salud, pero nunca del trabajo. a pesar de los pequeños achaques, producidos por la falta de descanso, nunca se rindió. Nunca dijo: “hoy no puedo”.
Todos los días, en las primeras horas de la mañana, recorría su pueblo vendiendo verdura. “La mejor, la más fresca”, como solía manifestar, y claro que era la mejor, no había otra. Era posible gracias a la dedicación de mi abuelo Esteban. Ponía alma, vida y corazón en su huerta. Todo era poco para que el campo produjera lo mejor. De ello vivieron. El carro de la verdura era testigo de muchas confidencias, de muchas alegrías, de tristezas, etc., un carro lleno de experiencias.

Mi abuela María no sólo vendía verdura, también “vendía” escucha, conversaciones y palabras sinceras. Todos necesitamos que nos escuchen, en todo momento, pero más en aquellos años en los que las mujeres estaban solas casi toda la jornada, cuidando de sus hijos, de sus padres y de sus abuelos. Escuchar era también sentir y compartir. Era una vida de entrega a la familia, y con pocas distracciones. Sin embargo, era una vida donde “todos eran unos para otros”, y donde los vecinos eran hermanos o incluso padres.
Mi abuela nunca se quejó de cómo fue su vida. No conocía otro modelo de vida y para ella era la mejor, la única. Los días eran todos iguales, menos el domingo que se hacía un alto en el camino en la actividad cotidiana para ir a misa y si se podía al baile. Era su distracción y el punto de inflexión de la semana. En eso no hemos cambiado. El domingo se vestía con ropa especial, seguramente con pocos vestidos, pero sin duda alguna únicos para ese día y eventos singulares. Como recordaba: “Con lo mejor me llevaba mi madre. Nada que envidiar a los pudientes”. Una vida marcada por el trabajo, el esfuerzo y la superación. Así era la vida de nuestros abuelos, la de los años 40 ó 50. No hace tanto de aquello, aunque nos parezca una eternidad.

María y Esteban no fueron nunca al mar juntos. Nunca de vacaciones, ni cuando se llega a lo que se conoce como la edad de oro: la jubilación. Pocos fueron los años de no hacer nada porque aún jubilados siguieron haciendo lo que ellos siempre hicieron: trabajar sin descanso; y cuando pararon se paró todo su cuerpo y toda su actividad. El trabajo en el campo era su fuerza. El mar formaba parte del recuerdo y de la memoria de todos nosotros, con las historias y experiencias que nos narraban, una y otra vez. De niñas pensábamos: “¡Qué pesados!, Siempre lo mismo”. Pero en el fondo nos gustaba. Ahora que no nos lo pueden contar lo añoramos con emoción, porque eran vivencias únicas e irrepetibles.

Cada uno conoció el mar por separado. En diferentes etapas de su juventud y en circunstancias concretas. Ninguno de los dos planificó cómo sería aquel instante. Antes nada era previsible. El sueño de tantas personas de verlo juntos, de disfrutar de un amanecer en el mar abrazados, ellos no lo tuvieron. No sé si lo echaron de menos, creo que no. Mi abuela siempre decía: “yo lo doy por visto”. Se conformó con lo que vivía en su día a día.

Su recuerdo de cómo conocieron el mar siempre estuvo presente; se quedó tan sellado en su mente y en su corazón que perduró y se actualizó durante los más de 80 años de matrimonio. Sin duda alguna es de esas vivencias que ocurren una vez y aunque pasen muchos años no se borran, reviven una y otra vez, aún con más fuerza. Podemos olvidar lo que ocurrió ayer o el instante anterior pero lo que se vive con intensidad nunca se desvanece de nuestra memoria.
Esteban vio el mar por primera vez cuando hizo el servicio militar, y una de sus estancias las pasó en San Sebastián. La playa de La Concha y el Monte Igueldo le acompañaron cada momento. Era capaz de describirlo tan bien, con tantos detalles que nosotros sin verlo sabíamos cómo era. La arena de la fantástica playa y el monte que preside esta gran ciudad se hacían presente de forma continúa en las conversaciones o cuando le decíamos: “Abuelo, ¿Cómo es San Sebastián?”.


María era una adolescente cuando supo lo que era el inmenso mar. Seguramente nunca se imaginó cómo era. Hoy en día es fácil hacerse a la idea, sin haber ido a los sitios de cómo son, pero antes sólo por lo que te contaban podías conocer el lugar en cuestión. Lo imaginabas e incluso lo vivías. Describir el mar es difícil; ahí sí se cumple aquello de que una imagen vale más que mil palabras; nunca se puede expresar con palabras lo que se siente cómo es y la inmensidad del mismo. Fue en plena Guerra Civil, cuando tuvo que refugiarse en Alicante, lejos de su madre, de su abuela y de sus hermanos. Sola, en tierra extraña, pero con amigos que fueron familia para ella. Buenas personas que fueron testigos de muchas vivencias, como su primer baño en agua salada. Un baño que fue entrar y salir. El miedo a hundirse podía más que la satisfacción por disfrutar del ir y venir de las olas. Instantes que se repetían continuamente, que contaba incluso en valenciano. Recuerdo cuando éramos niñas cómo en las calurosas tardes de verano nos lo relataba y nos enseñaba a decir los días de la semana en valenciano, o palabras que nos encantaba escuchar. Una y otra vez. ¡Parece qué fue ayer!.

En esas historias siempre aparecía una isla, como algo impresionante. Bueno no decía impresionante, pero sí su descripción lo era. Preciosa, maravillosa y serena. Era la Isla de Tabarca, y hasta que no fuimos más mayores no supimos nunca a qué se refería. Siempre pensábamos que formaba parte del relato que nos contaba, ¿Cómo iba a haber en Alicante una isla? Como en las historias de caballería que podrían escuchar los chicos de nuestra edad, a nosotras nuestras historias de las tardes de verano se sucedían en la Isla de Tabarca. Por lo que contaba tenía que ser paradisiaca, con aguas transparentes y con un faro. Los faros son lugares especiales, aparte de ser guías, torres de luz, forman parte de la vida de muchas personas. Todos buscamos un faro que nos dé luz. En Tabarca lo había, y mi abuela conseguía que diera luz.

En la Isla de Tabarca había paz, tranquilizad, naturaleza y mucho sosiego. A veces cerrábamos los ojos y nos trasladábamos a esta isla, y nos situábamos debajo del faro. Tomábamos el sol; sentíamos la brisa del mar y nos olvidábamos del calor del verano.

El agua, el paisaje y las gentes de este delicioso lugar se quedaron en la memoria de mi abuela María, que siempre tuvo un sueño: volver a Tabarca. No fue posible. Hoy, con la cabeza de llena de recuerdos, quizás lo reconozca, aunque no sepa ni cómo se llama ni dónde está. Esas vivencias renacen aún cuando ya sólo olvidas. Mi abuela cada vez que íbamos de veraneo nos decía: ¿Qué vais a Tabarca? Para ella todos los mares eran Tabarca. Da igual dónde fuésemos que Tabarca tenía que formar parte de nuestras vacaciones.

Con el tiempo entendimos la razón por la que todos los mares eran Tabarca, y cómo volver a Alicante se convertía no sólo en unas grandes vacaciones, llenas de sol y descanso, sino también en un lugar donde el recuerdo de mi abuela estaba siempre presente, porque raro era el momento en el que decíamos: “si lo viera abuela”, incluso cuando oíamos hablar en valenciano. No sabíamos mucho, más bien nada, pero su tono nos llevaba siempre a ella y a su carro de verdura.

Las experiencias que se viven en lugares singulares están con nosotros en nuestra vida y en la de los demás. Contar cómo pasó nos ayuda a vivirlo de nuevo, imprimir intensidad en la historia, en los personajes y en las vivencias consigue cautivar a quién lo escucha, porque al final también quieres que todos los mares sean Tabarca.
Si el mar de San Sebastián era el mar de mi abuelo, la isla de Tabarca era el mar de mi abuela. No lo vieron juntos, pero cada uno podía contar –incluso mejor- la historia del otro con los mismos detalles que el otro y viceversa. Cuántas horas recordando y reviviendo, con los amigos de entonces; los que están siempre ahí, y que son los de verdad. Los que te acompañaron en tu primer baño en la playa, porque con ellos vivieron experiencias que nunca más se volvieron a repetir.
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Ninguno vio con sus propios ojos el lugar preferido del otro, pero sí lo presenciaron con los ojos que tenemos en el corazón, aquellos que nos permiten dejar una huella imborrable. Esos ojos sí conocieron San Sebastián y la Isla de Tabarca. Y lo hicieron juntos en tantas ocasiones y en tantos momentos de confidencias y secretos en los que quieres que todos los mares sean Tabarca.

El devenir de sus historias, el día a día, el trabajo infatigable y las circunstancias de la vida no lo hicieron posible. Ni siquiera había fotografías. Hoy estamos en la era en la que todo lo inmortalizamos, y en esa inmortalidad nos perdemos la vivencia. Ellos no lo inmortalizaron pero sí dejaron para siempre, no sólo en ellos sino también en el de los demás, su experiencia. Mi abuelo Esteban y mi abuela María, un matrimonio de los de siempre, con pocas y humildes aspiraciones: trabajar y en esa tarea ser felices. Nos enseñaron que todos los mares pueden ser Tabarca y que la vida se gana con esfuerzo, esfuerzo y esfuerzo.

Es el recuerdo de nuestras vivencias y de todos aquellos con los que compartimos nuestra existencia lo que nos mantiene vivos; lo que permite que el mar esté presente también en nosotros y en nuestro corazón, aunque no hayamos sentido su arena o la frialdad de sus aguas o no hayamos extendido los brazos para sentir la brisa marina. Quizás no, pero si lo vives y lo recuerdas como ellos lo hicieron, seguramente lo puedas conseguir. Al fin y al cabo, abre los ojos porque todos los mares pueden ser Tabarca. Y lo son, ¿o no?

….Dedicado a mis abuelos
Muchas gracias a todos. @moniqueilles /Mónica Moreno Alonso
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